8 | Es una deuda mutua

La música que salió de sus dedos me golpeó con más fuerza que cualquier bala. Era una melodía sombría, cargada de dolor y resentimiento. Mi ángel tocaba el piano con gracia y alegría, pero esa mujer lo hacía como si estuviera torturando el teclado. Sus manos se movían con una violencia que reflejaba la furia en sus ojos. Me di cuenta de mi error. No estaba rompiéndola; le estaba dando una voz a su dolor; una voz que me torturaba los oídos.

—Deja de tocar —dije, mi voz un gruñido bajo.

Ella no obedeció. Aumentó la intensidad, las notas se volvieron un torbellino de rabia. Se revelaba frente a mí, de nuevo. Me levanté, caminé hacia el piano y la aparté bruscamente. Sus manos, que aún temblaban, se quedaron en el aire y mis dedos fueron a sus hombros. Era frágil, delgada, pero con mucha fuerza de voluntad.

—¿No escuchas? —pregunté, la furia burbujeando en mi pecho.

—¿Qué quieres que escuche? —respondió, su aliento caliente y su mirada gélida que se clavó en mi pecho como trozos de hielo—
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