El grito que salió de mi garganta fue tan crudo y animal que me pareció ajeno, como si no fuera yo quien lo hubiera soltando. No era un grito de dolor, sino uno de horror.
Mi padre yacía sobre la mesa de metal, su cuerpo profanado, su rostro sin cerebro, solo un hueco vacío. No era un cadáver; era una pieza de carnicería, y el hombre que me había prometido un futuro desgarrador, el hombre que me había jurado venganza por su esposa, era el artífice de esa pesadilla. Había cumplido su palabra, mientras yo estaba atada a una silla de muñecas y tobillos.
Grité, por supuesto que grité hasta que mi garganta se desgarró, hasta que mi voz se hizo un susurro de muerte, hasta que las lágrimas brotaron sin control y me odié por mostrar debilidad. Grité por la humillación, por la ira, por la brutalidad, por todo lo que no tenía nombre. El dolor me golpeó como un puño, y las lágrimas que no pude llorar en una semana brotaron como un torrente.
Pero los gritos terminaron, y las lágrimas se secaron.