La inauguración de mi próxima exposición individual estaba a solo un mes de distancia. Mientras Alejandro y yo finalizábamos las piezas, mi asistente, Clara, se acercó corriendo.
—Señorita Ramírez, ha sucedido algo... extraño.
—¿Qué pasa?
—Recibimos una oferta anónima de donación. —Dijo, entregándome un expediente. —El donante quiere adquirir de forma anónima todas y cada una de las obras de esta exposición.
Tomé el expediente, y mis ojos se agrandaron al ver la cifra.
Veinte millones de dólares.
—¿Rastrearon la dirección IP? —preguntó Alejandro, con tono tenso.
Clara vaciló.
—Sí. Es de Chicago, otra vez. La misma fuente que el comprador de la subasta en el MoMA.
Mis manos comenzaron a temblar.
No era una coincidencia.
El día de la inauguración, el museo estaba abarrotado.
Políticos, coleccionistas, periodistas... el aire vibraba con expectación.
Yo estaba en el centro de la galería, vestida con un traje blanco que Alejandro había diseñado para mí. Se sentía como una armadura y un di