Me giré de golpe.
Vicente estaba de pie en la entrada, tan delgado que casi no lo reconocí.
Una sombra en un abrigo negro raído.
Su cabello era un desastre, sus ojos estaban hundidos y sus mejillas demacradas, como si años de sufrimiento se hubieran comprimido en uno solo.
—¿Vicente? —Lo miré, negándome a procesar lo que veía. —¿Cómo estás aquí? ¿No estabas en prisión?
—Isabela... eres tú de verdad. —Se tambaleó hacia mí, la voz áspera. —Estás viva... gracias a Dios, estás viva...
Alejandro se interpuso de inmediato entre nosotros, su cuerpo como un escudo.
—¿Quién eres? —Le preguntó.
—Soy su esposo. —Respondió Vicente con desesperación, sin apartar los ojos de mí. —Isabela, te he buscado por tanto tiempo...
—Exesposo. —Lo corregí, con la voz tan fría como el hielo. —Estamos divorciados.
—¡No! ¡Nunca los firmé! —Su voz era un susurro desesperado. —¡Los quemé! Según las leyes de nuestro mundo, Isabela, ¡aún eres mi esposa!
—¡Seguridad! —Alejandro presionó el botón de alarma en la pared.