La Maldición de la Luna Olvidada
La Maldición de la Luna Olvidada
Por: Ereith
Capítulo 1

Por primera vez en mi vida, el miedo y el terror me paralizaron: habían reducido todo a cenizas.

— No... no... ésto no... — balbuceé con voz ahogada desafiando al nudo de mi garganta.

Noté cómo las lágrimas se deslizaban por mis mejillas mientras mi mente trataba de asimilar lo sucedido: ¿por qué? ¿Por qué habían destruido el único lugar que podía considerar un hogar seguro? ¿No les bastaba con cazarnos fuera de nuestras aldeas, que ahora venían a nuestras chozas para hacerlo? ¿No les bastaba con condenarnos a vivir en la mayor de las miserias y violencia?

Noté cómo la furia y la sed de venganza me inundaban: aquello me permitió moverme hacia adelante.

Aunque ahora sólo veía un montón de ruinas, madera quemada y cenizas, un par de días antes había sido la casa más grande de la aldea dónde vivía la anciana del pueblo. A pesar de su avanzada edad, nadie se atrevía a enfrentarse a ella: su mirada afilada e inteligente te hacía sentir vulnerable, y sus palabras rudas y directas dolían más que cualquier golpe.

Mientras avanzaba no pude evitar ver los restos de varias camas. ¿Cómo estarían los niños? Quería creer que ellos, de alguna manera, habían sobrevivido: no ver los cuerpos me hacía creer que era posible.

Llegué al centro de la casa y tragué con fuerza: allí, tirada en mitad de la estancia, estaba el cuerpo de la anciana totalmente calcinada. Me acerqué despacio y la agarré con delicadeza entre mis brazos.

— Vieja... yo... — empecé pero no pude continuar: un extraño y doloroso fuego bloqueó mi voz mientras las lágrimas caían con mas intensidad. Abracé con más fuerza el cuerpo.

Ella me había encontrado en los brazos de una mujer muerta y desconocida cuando era un bebé. Me acogió y me crió junto con los demás niños que rescataba: si bien sus lecciones eran demasiado duras, nos enseñaban a sobrevivir. Gracias a ella aprendí a luchar, a cazar, a robar, a asaltar y a defenderme. Aprendí a leer, a escribir y hacer cuentas sencillas. Aprendí a fabricar mi propia ropa, mis propias armas, cocinar y las reglas de éste mundo tan cruel. Muchos en la aldea le debíamos la vida: nos enseñó a ser fuertes porque los débiles morían pronto. Recordé nuestro primer entrenamiento:

— En este mundo si eres débil te aplastan, así que nunca te arrodilles ante nadie —me había dicho en nuestro primer entrenamiento justo antes de romperme varias costillas de una patada, cuando el miedo me hizo caer de rodillas.

—¿Llorando, Kelly? Y yo creyendo que eras inmune hasta a eso.

Levanté la mirada para encontrarme con uno de los hombres de la aldea. Los ojos café de Kael me observaban con esa mirada misteriosa que le caracterizaba mezclada con curiosidad.

— Vete a la m****a, Kael. — le dije con desdén: lo último que necesitaba ahora mismo era a ese irritante lobo merodeando por la zona.

Él tan sólo sonrió con su característica media sonrisa.

— Pensé que ya sabías que vivimos en la m****a. — dijo mientras se acercaba.

Cuando llegó a mi lado, se agachó para estar a mi altura en el suelo. Le miré y todo mi enfado hacia él desapareció cuando vi sus ojos más brillantes de lo habitual: estaba evitando llorar.

— Si la vieja te viese llorar, te partiría las piernas. — me dijo.

No pude evitar sonreír un poco.

— Puedo verla haciendo eso mientras dice algo como "si lloras, estás muerta".

Los hombros de Kael subieron y bajaron con rapidez varias veces y pude ver cómo se reía en silencio: sus ojos se habían vuelto aún más brillantes.

— Me hizo entrenar con los brazos rotos y los ojos vendados mientras decía: "Si te rindes, estás muerto. Aquí no hay lugar para los muertos".

— Lo recuerdo. Te rompí los brazos en el entrenamiento del día anterior y no querías luchar por eso.

— Creía que lo habías olvidado. — me dijo Kael sorprendido.

— ¿Olvidado? ¡Me robaste la comida! — le dije indignada — Nadie me había robado la comida antes.

— Claro. Nadie quería acabar como yo — dijo Kael, con una risa amarga y algo más que no supe identificar.

Un silencio extraño y cómodo se instaló entre nosotros: uno que no entendía pero que me hizo sentir mejor.

— Y ahora que la vieja no está… ¿qué vas a hacer, Kelly? — preguntó un buen rato después.

— Vengarla. — dije con la voz helada y una férrea determinación— La vengaré de la forma en que más les duela.

— No me sorprende. ¿Cómo piensas hacerlo?

— ¿No es obvio? Seré su peor pesadilla. Les arrasaré las rutas, atacaré cada carroza, les robaré hasta la ropa interior. Dejaré a sus soldados inutilizados. Los llevaré a la ruina. Y cuando llenen los carruajes de peces gordos buscándome… los mataré. Sin excepción.

— Atacarán las demás aldeas.

— Cuento con ello. Estaré ahí para aplastarlos. Salvaré a quien lo merezca y mataré a quien se atreva a tocarlos. Lo que robe, lo repartiré. Seré jueza y verduga. Mis acciones serán ley. — dije con la voz helada y un tono inquebrantable.

— Tan tú. Me apunto. — dijo Kael, con rabia y una determinación que no dejaba espacio a dudas.

Le miré. Por un segundo, me pareció ver algo parecido al orgullo… y algo más, escondido bajo su impenetrable fachada.

— No necesito ayuda. — dije cortante.

— Lo sé.

— Entonces vete a molestar a otra parte.

— Prefiero molestarte a ti. Ya me lo agradecerás cuando evite que te claven un cuchillo por la espalda.

— Haz lo que te dé la gana, pero no te cruces en mi camino. — dije tajante, aunque sabía que si alguien podía cubrirme las espaldas, era él.

— Uf, eso sí que no puedo prometerlo. Eres mi objetivo favorito.

Le lancé una mirada fulminante. Kael soltó una carcajada áspera con un toque divertido.

— Me dijiste que hiciera lo que quisiera… y eso estoy haciendo — dijo mientras se secaba las lágrimas con la mano — ¿Qué te parece si honramos a la vieja como se merece? A su estilo. A golpes. Vas a tener que estar a la altura.

— Ya soy imbatible.

— ¿Ah, sí? Porque esas lágrimas decían lo contrario. Venga, demuéstramelo. — soltó con una media sonrisa sarcástica y desafiante.

Me levanté sin decir nada. Dejé el cuerpo de la vieja con cuidado en el suelo… y le ataqué de frente, sin previo aviso. Pero él ya me estaba esperando. Bloqueó el golpe como si lo hubiera predicho.

— Previsible. ¿Esa es tu imbatibilidad? — dijo cargado de un sarcasmo provocador.

No respondí. Fui directa a sus costillas con el puño cerrado y luego a la garganta con el codo. Le obligué a retroceder un paso. Sonrió.

Así seguimos durante horas sacando nuestra rabia y nuestro dolor en cada golpe, en cada palabra y en cada grito.

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