Era una de esas raras mañanas tranquilas en la ciudad, y después de la semana más larga de su vida, Iris por fin sentía que podía respirar un poco mejor.
Frente al espejo, ajustaba los últimos detalles de su uniforme del spa, una blusa ligera y cómoda, y recogía su cabello en un moño bajo, dejando escapar algunos mechones que enmarcaban su rostro.
Aunque aún quedaban sombras bajo sus ojos, había en ellos un brillo distinto.
Se calzó las zapatillas blancas de trabajo, se colgó la bolsa al hombro y estaba por girar hacia la puerta cuando un golpe suave interrumpió el silencio.
Iris frunció el ceño. No esperaba visitas.
Se acercó despacio y, al abrir, se encontró con un rostro que no veía desde hacía semanas.
Su hermano, Cian, estaba allí.
Apoyado contra el marco de la puerta, con las manos en los bolsillos, la miraba en silencio.
No sonrió, ni habló. Solo la miraba. Con esos ojos azules, tan iguales a los suyos, pero ahora llenos de una mezcla de culpa y anhelo.
Iris sintió que su respi