Desde su infancia se le había inculcado que su unión sería una bendición para su mundo, un destino sagrado que debía cumplirse sin cuestionarlo.
—Pero las sacerdotisas…
Intentó explicarlo, repetir lo que había aprendido de memoria desde que tenía conciencia, el discurso que se le había impuesto. Pero la encapuchada no la dejó continuar.
—Las sacerdotisas interpretaron la profecía como les convenía… distorsionada por sus deseos —dijo con una frialdad más intensa que al aire del calabozo. —Él vendrá esta noche a cumplir el pacto que sembrará su semilla y maldecirá tu linaje… Sel-Naïma no siempre es piadosa.
Serethia intentaba procesarlo, pero su cerebro luchaba contra ello, sofocando cualquier réplica con las creencias que le habían impuesto desde que tenía memoria.
—Puedes elegir tu destino —agregó la mujer, de forma calmada, notando su titubeo —. O seguir dejando que otros lo hagan por ti.
La figura se alejó hacia un rincón, fundiéndose con la oscuridad que no parecía tener fin.
—Si eliges la primera opción, el viejo claro es tu salida. El que duerme bajo la luz de la luna tendrá misericordia de ti… siempre y cuando ofrezcas tu sangre como ofrenda.
Dejó una cajita de madera frente a la celda. Tenía runas lunares antiguas talladas en su superficie. La madera parecía como si hubiese absorbido la luz de la luna misma, y un leve resplandor azul emanaba de las runas.
—Llévala contigo todo el tiempo; guiará tu camino y te protegerá.
Y sin darle oportunidad de responder, la reja se abrió con un crujido seco.
Serethia tomó la caja y corrió hacía el lugar donde la figura había desaparecido. No lo pensó. Se negaba a seguir siendo la marioneta de la diosa Luna. Tampoco quería ser reducida a un simple instrumento para mantener a la línea Thalvaren en el poder, destinada únicamente a dar a luz armas.
Esa certeza la empujaba a seguir, incluso cuando su cuerpo parecía resistirse. Su odio, más que la fuerza que le quedaba, la obligaba a actuar. Por esa razón, aunque sabía qué debía ir al bosque, tomó otro camino.
En su mundo solo existía un arma capaz de matar a un rey Alfa de la línea Thalvaren: la espada Nael’tharn, de su padre. La espada que había asesinado al legítimo heredero Alfa, el tío de Kaelvar. El arma que habría sido suya si su derecho de nacimiento no le hubiera sido arrebatado por una profecía.
Después de lo que para su cuerpo desgastado se sintió como una eternidad, finalmente llegó a su antigua casa. El silencio que la envolvía no le ofreció paz; era un vacío pesado, más cruel incluso que el que a veces la devoraba en el calabozo, porque aquí ese silencio le recordaba todo lo que Kaelvar le había arrebatado.
Respiró profundo, recordándose lo que había ido a buscar. Caminó apresuradamente, hasta el lugar donde sabía su padre guardaba el arma que una vez llevó a la guerra para posicionar al usurpador como el anterior rey Alfa.
Bajó el arma del lugar donde su padre solía mantenerla, la ató a su espalda y corrió, tan rápido como el peso del arma le permitía.
Cuando entró al bosque sagrado, la niebla engullía todo a su paso. Las sombras del bosque se cerraban a su alrededor mientras corría, y las ramas se enganchaban en su ropa. La túnica que llevaba no era adecuada para huir, pero no se detenía. No podía.
Entonces, lo oyó. El aullido que parecía querer romper el cielo. Y supo que Kaelvar ya lo sabía. También tenía la certeza de que las guerreras Sel’Kaïra la perseguían.
Corrió más rápido, saltando entre raíces y ramas, ignorando el dolor punzante en sus piernas. Pero cuando vio el río que apareció frente a ella, una figura surgió de la oscuridad, grande y rápida, y supo que ya era demasiado tarde para alcanzar el agua.
La criatura la embistió con tal fuerza que la arrojó contra un árbol, después de que algo filoso le desgarró el costado. El aire se le fue de golpe, pero no soltó ningún grito.