Una hora después de que los gemelos se habían marcharon, Serethia seguía sin poder dormir debido a que sus pensamientos giraban como un torbellino. Siempre girando en el mismo eje. Sintiéndose desgastada, finalmente, se levantó del sofá y, siguiendo el impulso de sus dudas, caminó hasta la habitación de Alec.
La puerta estaba entreabierta. Desde allí, lo vio en el balcón, apoyado en la baranda con los hombros levemente encorvados, exhalando humo en una lenta espiral que se perdía en la noche. El olor del cigarrillo le hizo arrugar la nariz; le recordaba a su abuelo, y nunca le había gustado.
Tal vez pensó en voz alta sin darse cuenta, porque Alec giró la cabeza hacia ella. Al notar su expresión, apagó el cigarrillo en un cenicero de metal que permanecía sobre la baranda.
—No suelo hacerlo —dijo, volviendo la vista al exterior—. Pero a veces recaigo en este mal hábito que arrastro desde la adolescencia. ¿Deseas algo?
—Yo… —Serethia se aclaró la garganta—, allá…
—¿Te agradó Leo? —La int