17

El cuerpo sana más rápido que el alma.

Eso es lo que aprendí en las noches posteriores a mi caída.

La herida en el muslo ya no ardía como un castigo divino. La fiebre bajó, las vendas se secaron, y las marcas moradas se fueron difuminando con el paso de los días.

Pero dentro de mí, algo seguía inflamado.

No era dolor físico.

Era otra cosa.

Como un hueco… pero con forma. Como si alguien hubiera sacado algo de mí con las manos desnudas.

Después de que Aiden me rescató —una palabra que odio más de lo que debería—, me llevaron de vuelta al campamento, entre susurros y miradas cruzadas.

Sobreviví.

Cumplí la prueba.

Y eso les quemaba la garganta más que si hubiera fracasado.

Aiden no me habló.

No una palabra.

Durante el día, me ignoraba como si fuera aire.

Como si no me hubiese cargado entre sus brazos, sangrando, apretada contra su pecho.

Pero por las noches…

Él venía.

Entraba en silencio, sin anunciarse.

Se sentaba en la silla de madera, al borde de mi cama.

No me tocaba.

No decía nada.

Solo estaba ahí.

Su sombra proyectada por la luz tenue de la lámpara, su silueta como una constante.

Y yo fingía dormir.

Fingía no notar cómo su pecho subía y bajaba más rápido cuando me giraba en la cama.

Era un maldito enigma con ojos de tormenta.

Y yo ya no sabía si quería descifrarlo… o perderme en su caos.

Las madrugadas eran lo peor.

Cuando la fiebre se había ido y el dolor físico no era excusa para distraerme, los pensamientos me golpeaban sin piedad.

Así que empecé a dibujar.

Con tinta negra.

Sobre mi piel.

Rayas.

Símbolos.

Círculos que no terminaban.

Pequeñas letras en idiomas que ni yo comprendía.

Lo hacía con el pulso lento.

Con la precisión de quien busca silencio y no encuentra paz.

A veces empezaba en la muñeca, y cuando se me acababa el espacio, subía por el antebrazo.

Otras noches, deslizaba la tinta por el muslo sano, cerca de la cicatriz.

Y cuando no podía más, simplemente escribía su nombre.

No el nombre completo.

Solo una “A”.

Trazada mil veces hasta parecer otra cosa.

Estúpido, lo sé.

Pero hay cosas que solo pueden sobrevivir si las sacas de adentro.

Una noche —la más tensa de todas—, lo sentí acercarse.

Era tarde.

El aire tenía ese olor espeso de antes de la lluvia.

Yo estaba sentada en la cama, con las piernas dobladas, y la manga enrollada hasta el codo.

Dibujaba en silencio, como un ritual.

Aiden entró.

No dijo nada.

Como siempre.

Pero esa noche, no se quedó en la silla.

Dio un paso más.

Y otro.

Podía sentir su mirada en mi brazo.

En mi piel.

En cada marca oscura que aún brillaba fresca sobre mí.

—¿Qué haces? —su voz fue baja, casi un roce.

Tragué saliva.

No lo miré.

—Me mantengo cuerda.

Silencio.

Luego, un movimiento.

Su mano.

Se alzó, como si fuera a tocarme… pero se quedó a centímetros.

Contuve el aliento.

Él también.

—¿Y no sería más fácil hablar con alguien?

Reí.

Un sonido seco.

Sin gracia.

—¿Y a quién se lo dirías tú, Aiden? ¿A quién le cuentas lo que te duele?

No respondió.

No se movió.

Pero lo sentí más cerca.

Entonces, sin pensarlo, tomé su mano.

Sus dedos eran más cálidos de lo que esperaba.

Callosos.

Firmes.

Humanos.

Lo atraje hacia mí.

Lo guié.

Deslicé su palma por mi brazo, lenta, como si quisiera que sintiera lo que había escrito.

Él me dejó.

Me dejó guiarlo.

Me dejó romper la distancia.

Y luego…

Llevé mis dedos a su pecho.

Él se tensó.

Pero no se apartó.

Toqué el borde de su camisa.

Mis nudillos rozaron su piel.

El calor me golpeó de lleno.

—¿Puedo? —susurré, sin mirarlo.

Él asintió.

Deslicé la tela hacia arriba.

Hasta revelar la cicatriz.

Larga.

Torcida.

Justo por debajo de las costillas.

Una herida que no cerró del todo.

Una marca que gritaba historia sin necesidad de palabras.

Pasé la yema de los dedos por la línea.

Él contuvo el aire.

Dibujé sobre ella.

Curvas.

Puntos.

Una letra que no terminé.

—Esto dice mucho más que cualquier discurso —dije en voz baja.

Él me miró.

Y por primera vez… no parecía un Alfa.

No parecía una amenaza.

Solo era un hombre.

Con una historia.

Y una herida que no había mostrado a nadie.

—¿Qué lees ahí? —preguntó, ronco.

—Dolor. Valentía. Culpa. Soledad. Y algo que nadie más ha notado.

—¿Qué?

Me incliné.

Muy cerca.

Hasta que mis labios rozaron su pecho, sobre la cicatriz.

—Coraje para volver.

Sus músculos se contrajeron bajo mis dedos.

Su respiración se volvió errática.

Su mano subió hasta enredarse en mi cabello.

Pero no tiró.

No presionó.

Solo… sostuvo.

Yo quería seguir ahí.

Dibujando.

Sintiendo.

Leyéndolo sin filtros.

Pero no dije nada más.

Y él tampoco.

Nos quedamos así.

En ese punto suspendido donde todo podía pasar… pero aún no.

Y en silencio, supe una verdad brutal:

Podría leer su historia sin palabras. Solo con mis dedos.

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