ELÍAS
—¡Mis disculpas, General! —Murmuró el guardia, exponiendo su cuello en un breve gesto de sumisión. Luego se volvió hacia mí con una mirada de fastidio—. Puede entrar.
No había sinceridad alguna en su voz y su mirada molesta persistió mientras se hacía a un lado. Le devolví la mirada con una sonrisa burlona y pasé por las puertas.
Segundos después, Ciro me guiaba por el silencioso pasillo del castillo. Nuestros zapatos resonaban rítmicamente contra el suelo de concreto pulido. Las paredes, adornadas con paneles de mármol oscuro y veteado a intervalos, insinuaban la renovación moderna del castillo, a pesar de sus reminiscencias históricas. Cada pocos pasos, una escultura de una bestia feroz, con colmillos afilados y largas garras, se erguía como un reflejo pétreo del linaje real. Nuestros ancestros.
Esa era apenas mi segunda visita. La primera fue para una fiesta real que el Rey organizó para celebrar su cumpleaños.
—Pido una disculpa el comportamiento de Nilo —dijo Ciro por encima