Las sombras del territorio enemigo eran más densas que la noche. El aire olía a humedad, a sangre seca, a muerte antigua. El lugar era una amalgama retorcida de ruinas y poder olvidado. Las criaturas que allí habitaban: vampiros, lobos renegados, espectros silentes, se movían con desprecio ante la nueva prisionera: una humana, embarazada y marcada como luna.
Isabel caminaba encadenada, con las muñecas cortadas por los grilletes rústicos y oxidados. Su vientre sobresalía bajo la túnica sucia que la cubría, pero nadie allí parecía tener compasión por una mujer gestante. En cambio, la miraban con una mezcla de asco y morbo, como si su existencia fuera una burla a sus reglas ancestrales.
Los vampiros murmuraban en su dialecto arcano, y los lobos renegados apenas contenían sus gruñidos. Algunos la olfateaban desde lejos, como si su olor humano los envenenara, pero también había otros, más silenciosos, más antiguos, que la miraban con ojos vacíos, como si recordaran un dolor olvidado. Seres