Los bosques eran infinitos, las tierras salvajes no respondían a un mapa ni a las órdenes de un rey. Ares lo sabía, pero no desistía, llevaba semanas cabalgando por zonas fronterizas, husmeando cada rincón, interrogando a viajeros, visitando clanes menores, dejando de lado la corona, el poder y el orgullo. Solo tenía un objetivo: encontrarla.
Todo estaba en su contra, quizás la Diosa lo estaba castigando por no aprovechar la bendición de tener una destinada, pero aun así él estaba luchando a pesar de las rabietas de los ancianos del consejo y el constante recordatorio de Gloria de que ella es ante los ojos del mundo su única esposa, ya que no se dio la ceremonia con Isabel.
—No tenemos rastro, mi alfa. —Dijo uno de sus guerreros, Henrry, el beta. ―Si vive, se esconde bien o está protegida por alguien muy astuto y con el conocimiento suficiente como para desaparecer la presencia de alguien. ―Ares cerró los ojos, en cada noche de campamento, soñaba con Isabel, con su voz llamándolo desd