La lluvia caía intermitente, fina, casi como un susurro, pero lo suficiente para calar los huesos cuando se estaba de pie en la acera por horas.
Isabel estiró el cuello del suéter y se arremangó las mangas. Las manos le temblaban, no de frío, sino de cansancio, del peso del miedo, de la vergüenza de estar vendiendo pasteles en la calle cuando una vez tuvo un nombre respetado, un hogar, un futuro.
Ahora, la realidad era una mesa plegable oxidada, una bandeja con pasteles mal formados y un letrero escrito a mano: “2 por 1. Ayúdanos a seguir.”
No sabía si dolía más el hambre o el orgullo o lo difícil que estaba siendo cumplir la promesa de convertirse en alguien poderoso para enfrentar a quien no dejaba de perseguirla cuál cazador con su presa.
Logan estaba a su lado, vestido con una chaqueta vieja y un gorro que ya había conocido mejores inviernos. Él no se quejaba, nunca lo hacía. Habían empeñado la poca plata que les quedaba para comprar harina, huevos y mantequilla. Lo poco qu