La mansión a la que Ares la llevó no era un hogar, sino una jaula con paredes limpias y muebles caros.
Todo en ese lugar olía a él, a su presencia, a su poder, a su arrogancia disimulada bajo culpa.
Isabel caminaba por el salón con las manos en el vientre, sintiéndose un rehén en un lugar demasiado grande y demasiado vacío. Solo los movimientos poderosos de su hijo le recordaban por qué seguía respirando.
La primera noche fue un infierno y la segunda fue peor. El contacto físico era inevitable, no por deseo, no por ternura, sino por necesidad. El vínculo pedía ser alimentado, el bebé exigía ese lazo para sobrevivir y cada vez que Ares se acercaba, Isabel se tensaba como si fuera a ser golpeada y eso mataba en vida a Ares.
No había palabras bonitas, no había disculpas, no había ternura, solo contacto, piel contra piel, todo por obligación.
Apenas era la primera semana, la séptima noche e Isabel deseaba dar un salto por la ventana. Odiabä que llegara esa hora, pues es cuando Ares en