El sol entraba débil por las ventanas, pero no traía consuelo.
Isabel estaba sentada en una de las sillas del comedor, el camisón suelto cubriéndole el cuerpo, la piel pálida por el cansancio acumulado. Solo sus ojos mantenían la fuerza, esa fuerza rabiosa que parecía sostenerla con pura terquedad.
Ares estaba al otro lado de la estancia, de pie, como un castigo viviente. No se acercaba por respeto, por miedo, por culpa… o quizás por las tres cosas juntas.
Llevaban minutos en ese silencio espeso que lo decía todo. Fue Isabel quien lo rompió, con una voz suave, tan calmada, que dolía más que un grito.
—¿Te divierte verme así? —Preguntó, sin mirarlo. —¿Es eso lo que buscabas? —Ares dio un paso al frente, apenas un movimiento, como si se arrastrara por un terreno minado.
—Nunca quise esto, Isabel. —Ella soltó una carcajada vacía, hueca, brutal.
—¿Nunca? —Repitió con ironía. —Podrías haberme matado, habría sido más digno, pero preferiste esto: verme rota, humillada, destrozada. —Ares