Capítulo 16. El amigo en la puerta
Volvimos casi al amanecer. Mis manos temblaban todavía. Mi cuerpo, una memoria viva del fuego de la noche y mi cabeza en un zumbido sordo.
Alejandro apagó el motor y me miró un momento, su rostro estaba iluminado por el tenue resplandor del tablero. No dijo nada, pero sus ojos lo decían todo: éramos dos conspiradores que regresaban a casa.
La mansión nos tragó en un silencio tan pesado que me hizo sentir la gravedad de nuestro secreto.
Las luces del pasillo se encendían al caminar, sombras de cuadros familiares bailaban en las paredes y el reloj del vestíbulo respiraba despacio, un tic-tac que sonaba como un recordatorio de que el tiempo, para nosotros, se había detenido y acelerado al mismo tiempo.
—Sube —dijo Alejandro, con esa voz grave que me hacía sentir segura y vulnerable a la vez. No me miraba, como si el simple acto de vernos hiciera el secreto demasiado real.
Asentí. Mi cuerpo se movió, pesado, pero mi mente estaba atascada en el umbral. La puerta se abrió antes de que pisar