La tarde caía como un suspiro. El sol, tímido y dorado, filtraba sus últimos rayos entre los árboles altos que custodiaban la casa donde estaba Maritza como viejos centinelas. El aire era frío, impregnado de tierra húmeda y madera envejecida, y el crujido de las hojas secas al pisarlas se mezclaba con el rumor de un viento que prometía lluvia.
Maritza estaba en la cocina, secando un tazón con movimientos mecánicos. Llevaba una trenza despeinada y un suéter amplio que le colgaba del hombro. La radio sonaba baja, alguna canción de voz rasposa y letras melancólicas, como si el mundo entendiera su estado de ánimo.
Andrea había salido a comprar víveres al pueblo cercano. La cabaña estaba en silencio, solo interrumpido por el chasquido ocasional de la leña que ardía en la chimenea. Afuera, las sombras se alargaban, cubriendo el sendero de grava con un velo incierto.
Fue entonces cuando escuchó el ruido.
Primero, el zumbido suave de motores. Luego, el crujido más fuerte de ruedas aplastando