La noche había caído sobre la ciudad como un telón de terciopelo negro, suave pero implacable. En la mansión Montenegro, las luces parpadeantes de los rascacielos dibujaban un horizonte frío y distante, como una constelación artificial tejida por manos codiciosas. El aire olía a cigarro caro, whisky añejo y ambición rancia.
En el salón de reuniones, bañado por una tenue luz ámbar, dos hombres brindaban en silencio. Las copas de cristal tintinearon, ahogadas por la alfombra persa que cubría el suelo como una lengua sagrada. Una pintura abstracta, en tonos de rojo y negro, colgaba del muro frente a ellos: caótica, furiosa… como su plan.
—A tu salud, Montenegro —dijo De la Vega, con una sonrisa torcida, alzando su copa de Dalmore 25.
—Y a la caída de los Cisneros —respondió Montenegro, con voz grave, casi gutural—. Cada jugada los deja más solos, más rotos... justo como lo imaginamos.
El silencio que siguió fue denso, cargado de satisfacción venenosa.
—¿Has visto a Alan últimamente? —pre