El amanecer apenas comenzaba a pintar el cielo de tonos naranjas y rosados cuando el primer grito retumbó en el ala este de la mansión, quebrando la quietud como un cristal roto.
—¡No me mandes, joder! ¡Dije que no! —rugió Alan desde la cama, con la voz áspera por el cansancio, por la frustración, por el miedo escondido detrás de cada palabra.
—¡Y yo dije que te levantaré de esa maldita silla! —espetó Maritza, arrojando las sábanas al suelo con una furia medida, su paciencia al borde del colapso. Tenía las manos en las caderas, el cabello revuelto y los ojos chispeando una mezcla peligrosa de coraje y determinación—. ¿Crees que es solo una amenaza vacía?
Alan la miró desde la almohada, con el rostro endurecido por la rabia. Apretó los dientes, recostado con los brazos cruzados sobre el pecho. Sentía el corazón martilleando con furia muda. Estaba furioso. Estaba cansado. Pero, sobre todo, estaba asustado.
No de ella.
De lo que implicaba lo que ella exigía.
Moverse. Intentarlo. Fallar.