Una semana. Siete días. Ciento sesenta y ocho horas de dolor físico, de heridas viejas supurando en silencio, de orgullo escarbado hasta el hueso.
La habitación del gimnasio había sido testigo de gritos ahogados, lágrimas contenidas, y silencios que pesaban más que cualquier barra de metal. Alan había sobrevivido a cada terapia con los músculos adoloridos y el corazón aún más magullado.
Maritza lo exigía. Lo empujaba. Lo rompía. Y luego lo obligaba a reconstruirse.
Era su sombra constante. Sus manos firmes. Sus palabras filosas. Y cada día, aunque lo odiara admitir, se aferraba a su presencia como a un ancla en medio de un mar que lo tragaba.
Pero también, cada día, una parte de él se resistía. No a la terapia. No al esfuerzo. A ella.
A lo que sentía por ella.
Porque empezaba a desearla. No con la arrogancia de un Cisneros acostumbrado a tenerlo todo. Si no con la desesperación de un hombre que no se cree digno de ser amado.
El reloj marcaba las seis en punto de la tarde. La luz del a