ADRIANO
El peso de su cuerpo sobre el mío era la única calma que me quedaba. Dalia besaba mi pecho lentamente, como si quisiera apagar con sus labios la bestia que llevaba por dentro, esa que me desgarraba desde que la vi frente a Enzo.
—Te amo, Dalia… —susurré, hundiendo mis manos en su cabello sedoso, atrayéndola más cerca—. No podría soportar perderte. Además… mis celos me dominan. No soporto que otro hombre te mire como él lo hizo. No soporto que te mire como si fueras suya. Eres mía.
Ella levantó el rostro, sus ojos grises brillando con ternura. Me acarició la mejilla con suavidad, sus labios rozando los míos como una brisa, llenándome suavemente de paz mientras besaba todo mi rostro con una dulzura que ahogaba esa rabia que sentía.
—Adriano, mi corazón es solo tuyo. Eso Enzo lo entendió. No me pedirá nada, porque sabe que solo te amo a ti. Un código familiar me dijo.
La abracé más fuerte, como si quisiera fundirla con mi pecho.
—Aun así… —murmuré, con voz baja y áspera— no me gu