SARA BLACKSTONE
La caja de pan crujiente olía a mañana y a promesa. Alessandro había insistido en que no saliera sin ella; dijo que el pan caliente hace milagros, y en casa lo toma como si fuera el mejor conjuro contra cualquier mala noche. Abrí la puerta con cuidado y el olor me recibió antes que las palabras.
Valerio estaba en la cocina con una expresión entre concentrada y derrotada. Frente a él, una sartén humeaba con sospechosas manchas oscuras; el humo ligero formaba un halo sobre su cabeza. Tenía una toalla al hombro y una camisa que seguramente había querido poner elegante para la mañana, pero que ahora estaba salpicada con migas y un poco de aceite y mal abotonada, todo señal de un hombre convaleciente que quiere hacer todo solo.
Me quedé en el umbral, riéndome en silencio.
—Valerio, ¿qué haces? —pregunté.
Se volvió como si lo hubieran descubierto cometiendo un sacrilegio.
—Yo… —contestó, derrotado—. Intento preparar desayuno.
De la habitación salió un hombre, con camisa y co