ADRIANO
Entramos por fin a la casa y el ambiente se llenó de voces y risas. Mamá y Nana tenían el living convertido en un mercado de ternura: maletas abiertas, ropa diminuta apilada, gorritos, mantitas, zapatitos que parecían hechos para un muñeco. Yo miraba aquello y solo pensaba en que cada prenda representaba un futuro que tenía que defender con sangre si era necesario.
Analena y Analia estaban afuera, firmes, rodeadas de nuestros hombres y también de los de Alessandro y Enzo. La seguridad era absoluta. Aun así, nada me relajaba del todo: sabía que Visconti andaba cerca.
Al cruzar la puerta, vi cómo Jacke corrió a Alessandro y se le colgó al cuello. Él la sostuvo con una paciencia casi tierna, distinta a su habitual dureza. Yo, en cambio, busqué de inmediato a Dalia. Ella me esperaba en la entrada, una mano en su vientre, los ojos brillando como si me hubiera esperado toda la vida.
—Amor, volviste… —susurró.
Se me aflojó todo. Caminar hacia ella fue inevitable. La besé en la frente