DALIA
El calor me subió a las mejillas de inmediato. Adriano estaba ahí, afirmado de la pared mirándome.
—No quise despertarte —balbuceé, volviendo la vista al pan—. Se te hace tarde para la oficina…
—Tranquila —su voz se volvió cálida—. Es sábado. Gael se hace cargo.
—Ah… —Me aclaré la garganta, concentradísima en no quemar la mantequilla—. Yo… Adriano, quería agradecerte por quedarte. No era necesario.
Vi cómo la comisura de su boca se levantaba como si le hubieran puesto el sol por dentro.
—Gracias por llamarme “Adriano” otra vez.
Y otra vez me sonrojé. Lo hice sin querer. Los huevos me salvaron: rompí dos y dejé que la clara se expandiera con ese ruido de lluvia breve.
Él cruzó la cocina despacio. Pude sentir su cercanía antes de que llegara. Su mano rozó mi mejilla, apenas un roce de alas.
—Dalia… yo… —tragó saliva, como si masticara piedras—. Bueno… Gael me dijo… —Se interrumpió con un suspiro, bajando la mano—. Estoy arrepentido.
La espátula se me quedó quieta a medio aire.
—L