ADRIANO
La mañana había empezado como cualquier otra. Dalia insistió en ir al minimarket a ver a su antigua jefa, para llevarle unos pasteles para su tienda, estuvo toda la noche horneando para entregar el pedido. Yo protesté un par de veces, diciendo que podía enviar a alguien, pero ella se cruzó de brazos y me miró con esos ojos que me vuelven esclavo.
—No seas terco, Adriano. Quiero verla. Ella me ayudó cuando nadie más lo hizo.
Y allí estábamos. Bajando los pasteles del auto, el sol iluminando su sonrisa. Dalia llevaba dos cajas de pasteles y yo las demás mientras la miraba pensando que nada en el mundo podía empañar esa felicidad.
—Eres insoportable cuando te empeñas en algo —le dije, besando su sien.
—Y tú me amas igual —respondió, dándome un empujón suave.
Entramos al minimarket. El aroma a pan recién hecho llenaba el lugar. Su jefa salió de detrás del mostrador con una sonrisa dulce.
—¡Dalia! —exclamó, abrazándola con fuerza—. Qué hermosa te ves, hija.
Dalia reía, feliz, mient