DALIA
El silencio del hospital tenía un sonido propio: un zumbido constante de máquinas, respiraciones contenidas y pasos lejanos. Lo primero que sentí fue un peso en el pecho, una presión que no era física, sino emocional, como si el mundo se hubiera detenido y estuviera esperando a que yo abriera los ojos.
Me dolía todo. La herida en el costado ardía con un fuego latente, y cada respiración era una batalla. Pero lo que me ancló a la realidad no fue el dolor, sino el calor.
Alguien sostenía mi mano.
Parpadeé con esfuerzo. La luz blanca de la habitación me cegó por un instante, hasta que la vista se aclaró y lo vi.
Adriano estaba a mi lado, con la cabeza apoyada contra el borde de la cama, como si no hubiera querido despegarse ni un segundo. Llevaba jeans oscuros y una polera sencilla, su cabello revuelto y los ojos cerrados en un sueño inquieto. Besaba mi mano incluso dormido, como si ese contacto fuera lo único que lo mantenía con vida.
Mi corazón dio un vuelco. Gael debió haberle t