ADRIANO
La puerta de mi oficina se abrió con un golpe, sin siquiera un “permiso”. No necesitaba levantar la vista para saber quién era. Solo Gael tenía ese descaro.
—Al fiiiin —exclamó, dejándose caer en el sillón frente a mi escritorio como si fuera su trono—. Ser tú es sofocante, asfixiante, lúgubre. Eres un reverendo amargado y eso no va conmigo, pero cuidé tu empresa todo tu mes de luna de miel.
Me quité las gafas y lo miré con calma.
—Hola para ti también, Gael.
—¿Cómo te fue en la luna de miel? —preguntó, cruzando las piernas con una sonrisa burlona—. ¿Me traes sobrinos?
—No lo sé aún… pero hice mi mejor esfuerzo —contesté sin levantar la mirada del notebook.
Gael soltó una carcajada tan fuerte que retumbó en la oficina. Pero en cuanto terminé de escribir y cerré el equipo, noté que su expresión había cambiado. La ligereza habitual en su rostro se ensombreció de golpe.
—Hay algo que tenemos que hablar.
Levanté la mirada, arqueando una ceja.
—Dilo.
Gael apoyó los codos en las ro