La mañana amaneció distinta. Por primera vez en mucho tiempo, la mansión no olía a pólvora ni a guerra. Olía a pan recién horneado, a fruta fresca, a café fuerte. Un aire de paz —aunque frágil— se había instalado entre esas paredes.
Dalia estaba radiante, con el cabello suelto y esa sonrisa que me desarmaba. Yo me encargué de cortar la fruta en trozos pequeños, como a ella le gustaba, y se los fui dando uno a uno. Cada bocado era un pretexto para verla sonreír, para escuchar su risa baja, para recordarle que nada en este mundo podía quitarle la ternura que me regalaba cada día.
—Come despacio, mi flor —le susurré, rozando sus labios con un trozo de durazno. Ella me lo quit&oacu