DALIA
La casa olía a limpio y a vainilla. Mi pancita aún muy pequeña, asomaba debajo del suéter como un sol, cargar con trillizos hacía que todo fuera más grande, tres pequeños hacían que mi pancita ya se notara y eso me tenía feliz. Cada tanto los bebés daban unos golpecitos que yo contestaba con caricias. Sobre el sillón estaba el libro de primerizas, ese que ya leí tres veces, aunque no lo admito en voz alta. Cerré los ojos un segundo. En mi cabeza, Adriano me miraba con esos ojos azules llenos de amor y todo el mundo parecía un poco más lindo.
La puerta se abrió con un clic y un olor bendito me asaltó sin piedad.
—¡Pan! —me incorporé de golpe, sin glamour—. ¿Eso es pan?
Jacke apareció con una bolsa de papel y su sonrisa traviesa.
—Traje pan —alzó el botín, triunfal—. Y mantequilla. Y antojos.
—Te amo —dije, sinvergüenza—. Ven, siéntate. ¡Bebes, se viene pan!
Ella se rió, puso la bolsa en la mesa baja y, cuando sacó la primera marraqueta tibia, yo ya estaba salivando como caricatur