DALIA
La campanilla de la puerta tintineó suavemente cuando entramos a la pastelería. El aroma dulce me envolvió de inmediato: vainilla, canela y chocolate recién horneado. Mis antojos despertaron como fieras. Me llevé una mano al vientre y sonreí; los tres glotoncitos parecían celebrar el banquete que se avecinaba.
—Princesa, hoy puedes comer todo lo que quieras —dijo Enzo con ese tono travieso que solía usar cuando me consentía—. Mis sobrinos tienen que crecer fuertes.
Me acomodé en una mesa cerca de la ventana mientras Jacke pedía un capuchino para ella y Alessandro se mantuvo a su lado, serio, observando a todo el local como si fuera un cuartel enemigo. Nada nuevo.
Enzo volvió con una bandeja llena de pastel de naranja, mi favorito. Lo puso frente a mí con un gesto de orgullo, como si hubiera cazado un tesoro.
—Aquí tienes, mi princesa.
No pude evitar reírme.
—Gracias, Enzo.
Alessandro alzó una ceja desde donde estaba. No dijo nada, pero el fulgor en sus ojos grises hablaba solo.