DALIA
El aire estaba frío aquella mañana. Una brisa suave agitaba las hojas de los árboles del cementerio, trayendo consigo ese olor a tierra húmeda que siempre me llevaba de regreso a mis recuerdos más íntimos. Caminé despacio, con Jacke a mi lado, y sentí el peso de cada paso, no por el embarazo que ya hacía doler mis tobillos, sino por la emoción que me apretaba el pecho.
—Hola, papito… —susurré apenas llegamos frente a la lápida—. Hace mucho que no venía, pero no fue por olvido, sino porque las cosas se complicaron. Ya sabes cómo es este mundo en el que me tocó vivir. —Me agaché con cuidado, apoyando una mano en el vientre abultado, y con la otra pasé un paño sobre la piedra fría. El nombre de mi padre brilló bajo el sol tenue—. No hubo un solo día en que no pensara en ti o en que no te extrañara.
Jacke se acomodó a mi lado con un ramo de dalias blancas, frescas, hermosas, las mismas que siempre usaba para honrarlo. Me las pasó y me ayudó a ponerlas en un florero de vidrio que tra