No, no así.
ADRIANO
La furia me seguía quemando por dentro. Un fuego oscuro, implacable, que ni siquiera echar a patadas a esas dos víboras había logrado apagar. Mi pecho se agitaba como si cada latido fuese un golpe contra mis costillas. Sabía que si me quedaba allí, la rabia terminaría consumiéndome, y ella, la mujer que más amo, no merecía cargar con ese peso.
Necesitaba sacarla de ese lugar, lejos de la sombra de lo que había pasado.
Tomé la mano de Dalia con firmeza, como si al tocarla pudiera recordarme quién soy realmente.
—Vamos —dije, sin darle opción.
Ella parpadeó, confundida, con esa inocencia que tantas veces me salva del abismo.
—¿A dónde vamos, amor?
—A tomar un helado, y a caminar. Quiero que te sientas bien, que borres de tu cabeza las estupideces que dijeron ese par de perras. Tú misma me contaste que tu padre hacía eso cuando estabas triste.
La mención de su padre hizo que sus ojos brillaran de inmediato. Lágrimas contenidas, pero no de dolor. De emoción. De nostalgia.
—Adria