SARA BLACKSTONE
Nunca imaginé que un simple mensaje pudiera cambiarme el día.
Ni que alguien, después de tantos años de silencio, lograra hacerme sonreír solo con unas palabras en una pantalla.
Valerio lo hacía.
Cada tarde, después de almorzar, llegaba el sonido del teléfono y su nombre en la pantalla.
Aún pienso en ese café… ¿me dejarás invitarte otro?
Y yo respondía con un veremos, aunque en el fondo ya sabía la respuesta.
Pasaron los días, y nuestros cafés se volvieron costumbre. Una rutina hermosa que empezó sin querer.
Hablábamos de todo y de nada. De libros, de música, de cosas sin importancia que, sin saber cómo, se volvían importantes solo porque él las decía.
Valerio era… distinto.
Tenía un aire triste, pero en su tristeza había ternura.
Y su manera de mirarme, con respeto, con calma, con esa atención que hacía años no sentía, empezó a colarse poco a poco en mis pensamientos.
En cuestión de días, se volvió mi panorama favorito de las tardes.
Yo, que juré no volver a abri