ADRIANO
El sótano volvió a llenarse de gritos. Esta vez no eran de resistencia, sino de dolor puro. Enzo apretaba las tenazas con paciencia macabra, arrancando uñas como si fueran simples astillas. El olor a hierro, sudor y miedo impregnaba el aire.
El primero de los prisioneros ya no podía sostenerse erguido; su respiración era un jadeo quebrado. Gael se inclinó frente a él.
—Habla de una vez.
—¡Quieren… quieren sacarte del medio! —escupió sangre, temblando—. No eres digno… de lo que heredaste.
Mis ojos se entrecerraron.
—¿Qué dices?
—La empresa… tu posición… tu herencia… —tosió, atragantándose—. Según nuestro jefe, no te pertenece. No la mereces.
El silencio en la sala fue mortal. Mi respiración se volvió lenta, peligrosa.
—¿Y quién es tu jefe? —pregunté, helado.
Otro de los prisioneros, más joven, gritó antes de ser callado con un golpe de Raid.
—¡Visconti! Él dice que ese poder debió quedarse en Europa. Que tú eres un accidente, un obstáculo.
Mis manos temblaron, pero no de miedo.