ADRIANO
El motor del auto ronroneaba suave, y yo no podía borrar la sonrisa. No me gustaba mostrar demasiado mis emociones, pero aquella vez era imposible. Dalia lo notó, claro. Siempre lo nota. Después de la degustación de pasteles, dejé a Lena con Gael y Armando, para que siguieran con los preparativos que faltaban.
—¿Qué te tiene tan feliz? —preguntó, arqueando una ceja con picardía.
—La casa de tu padre está terminada —contesté, disfrutando el brillo en sus ojos—. Ya la repararon, amor. Hoy vamos a verla.
—¿En serio? —su voz se quebró de pura emoción—. ¡Fantásticooo!
Su entusiasmo me hizo apretar más el volante. Verla feliz borraba cualquier sombra de mis propios demonios. Ella merecía recuperar ese lugar, no solo como un espacio físico, sino como un pedazo de su alma.
Cuando doblé hacia el portón, Dalia se llevó la mano a la boca. Las rejas, rectas y brillantes, parecían nuevas. Aparqué el auto y bajamos. Caminaba a mi lado, con pasos temblorosos, como si temiera descubrir un rec