ADRIANO
El aroma dulce se colaba por todos los rincones del salón. Vainilla, chocolate, frutos rojos… un desfile de olores que hacían imposible no sonreír. Frente a mí, la mesa estaba cubierta de pasteles de todos los tamaños y colores, una obra de arte azucarada que el pastelero había dispuesto con precisión quirúrgica.
Apoyé un codo en la mesa, observando cómo Dalia miraba cada opción con un brillo en los ojos que no le había visto desde que era niña. Esa emoción pura, limpia, era justo lo que necesitaba después de tantos días de tensión.
—Prueba este, amor —dijo, alzando un tenedor con un trozo de pastel de frambuesa.
No me molesté en tomarlo yo mismo; dejé que ella me lo diera en la boca. El contraste entre lo ácido y lo dulce explotó en mi lengua, pero lo único que me importaba era la sonrisa tímida en su rostro.
—Está bueno… pero no tanto como tú —le susurré.
Ella rodó los ojos, sonrojada. Gael, sentado al otro extremo, casi escupió el café que acababa de beber.
—¡Por favor! —bu