ADRIANO
La tarde caía despacio sobre la casa, bañando todo con esa luz dorada que hace que las cosas parezcan irreales. Dalia estaba sentada junto a la ventana, en silencio. Sus dedos jugueteaban con el borde del vestido sencillo que llevaba, pero su mirada estaba perdida en algún punto lejano, uno que ni yo podía alcanzar. Sabía lo que pensaba. Lo había sabido desde hacía semanas, pero ese día, con la boda tan cerca, el vacío se hacía insoportable.
Me acerqué despacio, llevando en la mano una pequeña cajita. Sonreí apenas, intentando suavizar el nudo que sentía en el pecho.
—Amor.
Ella levantó la vista y trató de sonreír, aunque sus ojos estaban vidriosos.
—Adriano… —susurró, y luego la voz se le quebró—. Mañana ya nos casamos y...
Me arrodillé frente a ella y le tendí la cajita.
—Ábrela.
Sus dedos temblorosos retiraron la tapa y un sollozo escapó de su garganta. Dentro, enmarcada con delicadeza, estaba una foto de su padre: sonriente, con esa mirada cálida que siempre le había dado