ALESSANDRO
La sala había quedado impregnada de un silencio extraño. Por primera vez en toda nuestra historia, Adriano y yo habíamos pronunciado la misma sentencia: Sonia debía morir. El nombre de mi madre flotó como un cuchillo en el aire, y aunque coincidimos en su final, la tensión entre nosotros seguía hirviendo como hierro al rojo.
Jacke estaba a mi lado, con esa mirada desafiante que podía arrancarme las entrañas y, al mismo tiempo, sostenerme en pie. Dalia, desde el sofá, había hecho su parte: pedir tregua. Esa mujer dulce, embarazada de trillizos, había tenido el coraje de enfrentarnos a los dos. Y Jacke, mi gata salvaje, me había ordenado bajar las armas. A mí. El asesino que jamás obedeció a nadie.
Me incliné hacia ella, la tomé de la nuca y le rocé los labios con un beso suave, apenas una caricia de fuego.
—¿Cómo una gatita tan pequeña puede doblegar mi voluntad de esta manera? —murmuré, como si no pudiera creerlo.
Ella me miró directo, con esa fiereza que me vuelve loco.
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