ADRIANO
El silencio de la casa se sentía distinto. No era frío, no era incómodo… era un silencio cargado de promesas.
Dalia seguía sentada sobre mis piernas, abrazándome como si jamás quisiera soltarme. Yo la sostenía con la misma desesperación. Mi confesión seguía retumbando en el aire: el monstruo, la sangre, mi verdad. Y aun así, ella estaba allí.
Suavizó mi rostro con las manos, acariciándome como si no temiera mancharse con mis sombras.
—Te amo, Adriano. —Su voz fue apenas un susurro, pero me caló hasta los huesos.
No supe cómo responder. En lugar de palabras, la besé. Un beso lento, profundo, lleno de todo lo que había callado durante años. Ella gimió suavemente contra mi boca, y yo la apreté más, incapaz de creer que todavía me aceptaba.
—¿Eres mía? —pregunté contra sus labios, con un hilo de voz que era más ruego que pregunta.
—Soy tuya —me respondió sin titubeos.
Sus palabras me encendieron. La levanté entre mis brazos y la llevé hasta la cama. La recosté con cuidado, como si