DALIA
Volvimos a la mansión con una sonrisa en los labios. Adriano me llevaba de la mano, tan tranquilo, como si el mundo no hubiera explotado la noche anterior. Yo, en cambio, aún tenía las mejillas encendidas.
No alcanzamos a cruzar el umbral cuando nos encontramos con Sara, de brazos cruzados, ceja levantada y ese aire maternal que podía hacer temblar a cualquiera.
—Ups… —murmuró Adriano, con una sonrisa ladeada.
Yo lo miré alarmada.
—Dime que le avisaste.
—No, no le avisé. —respondió él, encogiéndose de hombros.
Sara explotó.
—¿Son estas horas de llegar? Díganme, ¿quieren matarme? Porque si quieren matarme me avisan y yo tomo veneno. ¡Estuve toda la noche preocupada por ustedes! ¿Tan difícil es tomar el celular y decir: “mamá, hoy no llegamos a dormir”?
Yo bajé la cabeza de inmediato.
—Perdón, Sara.
Adriano, en cambio, soltó con descaro:
—Perdón, mamá, pero te estábamos haciendo un nieto y no me dio tiempo para avisarte.
Abrí los ojos como platos, girándome hacia él.
—¡Adrianooo!