ADRIANO
Entré corriendo al lado de la camilla sin soltar la mano de mi flor que gemía de dolor, los trillizos habían decidido nacer hoy y no habría poder humano que les dijera que no, eran tercos como su madre.
Las enfermeras corrieron. El cuerpo de Dalia se arqueaba, su respiración era una súplica entre jadeos. Apenas la pusieron en la camilla, la doctora Valderrama apareció con bata y guantes revisando a Dalia, metió su mano debajo de las sábanas y me miró con el ceño fruncido.
—No podemos hacer cesárea, los bebés ya vienen —dijo rápida, seca—. Uno está coronando. Adriano, si vas a estar en el parto, cámbiate ahora y entra con tu mujer.
No tuve tiempo de pensarlo. Las manos me temblaban cuando me puse el traje azul, la mascarilla, el gorro. Escuchaba los gemidos de Dalia detrás de la puerta, y cada sonido me partía por dentro. Me limpié el sudor, entré corriendo.
La vi. Estaba hermosa incluso así, con la frente empapada y las lágrimas corriéndole por las mejillas. Mi flor. Mi espos