ENZO
La mañana olía a pan recién hecho cuando entré en la tienda de Anna. o mejor dicho, Alessia, porque aunque le hubieran cambiado el nombre por protegerla, para mí siempre sería ese nombre Alessia. No podía evitarlo: me sonaba limpio, sincero, real.
La encontré ordenando telas con más torpeza de lo normal, doblando una blusa al revés y acomodando las cajas sin mirar lo que hacía. Sus manos temblaban como si estuviera manejando dinamita.
—Hola, muñequita —saludé con mi tono más tranquilo, porque sabía que estaba hecha un manojo de nervios—. ¿Cómo dormiste?
Levantó la vista como si hubiera visto un fantasma. Su boca se abrió y, en vez de una frase normal, le salió un balbuceo adorable:
—Yo… bien… acostada… en mi cama.
Tuve que apretar los labios para no reírme.
Me acerqué despacio, dejando que el eco de mis botas marcara el paso. Ella retrocedió medio paso, tragando saliva, hasta que la esquina del mostrador no le permitió más escapatoria. Me incliné, tomé su rostro con una suavidad