ADRIANO
Caminaba por el pasillo del hospital, todavía con el cansancio clavado en los huesos, cuando la vi.
Mi madre.
Salía de la habitación de Valerio con los ojos llenos de lágrimas.
Sus hombros temblaban, y aunque trataba de mantener la compostura, la conocía demasiado bien como para no notar que algo dentro de ella se había roto.
—Mamá… —la llamé con voz baja.
Ella se detuvo, sin girarse.
—Necesito aire, Adriano… —susurró, llevándose una mano al pecho—. Solo… solo aire.
La observé caminar hacia el fondo del pasillo, lenta, como si cargara el peso del mundo.
Tragué saliva.
No sabía qué demonios había pasado ahí dentro, pero algo en mí exigía respuestas.
Respiré hondo y entré en la habitación.
Jamás lo había visto en persona.
Sabía su rostro por informes, fotos borrosas, cámaras de seguridad… pero nunca lo había tenido frente a mí. Y ahí estaba.
Valerio Visconti.
El hombre que había desatado una guerra contra mi familia.
El mismo que ahora, paradójicamente, había salvado a mi madre.