ANALENA

ADRIANO

El reloj apenas marcaba el mediodía cuando la puerta de mi oficina se abrió sin aviso. Gael apareció con esa sonrisa burlona que ya anunciaba problemas.

—Adivina quién llegó… nuestro terroncito de sal.

Levanté la mirada con curiosidad, y entonces la vi.

—¿Ana?

—Hola, grandote. —Analena entró con paso firme, sus botas resonando contra el piso de mármol. Su cabello oscuro caía con desenfado sobre los hombros, y en esos ojos marrones brillaba el mismo fuego de siempre.

No pude evitar sonreír de lado.

—¡Lena! Qué gusto verte, pensé que andabas enterrada en Alemania.

Ella abrió los brazos y me abrazó fuerte, dándome un golpecito en la espalda.

—Ya terminé todo allá, y supe que mi grandote se casaba. ¿Cómo iba a perderme eso? Al fin alguien atrapó al Cuervo.

Sonreí con orgullo, sintiendo cómo mi pecho se inflaba solo de pensar en Dalia.

—Así es. Mi flor es la mujer más hermosa del mundo.

Analena se separó, arqueando una ceja con diversión.

—Ya veo, te domesticaron.

Gael bufó desde s
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