La jaula de oro.
El amanecer se colaba tímidamente entre las cortinas de seda del estudio, pintando el espacio con tonos pastel. Artemisa, con las manos embadurnadas de pintura, contemplaba el lienzo. Había pasado la noche en vela, intentando capturar la tormenta que rugía en su interior. Cada pincelada era un grito silencioso de rebeldía, una forma de desafiar el destino que le había sido impuesto.
Las palabras de Ares resonaban en su mente como un eco constante: "Tu santuario, y mi prisión". Sabía que ese estudio, con sus paredes blancas y sus ventanales enormes, era una jaula dorada. Un regalo envenenado de un hombre que la había comprado, como si fuera un objeto más en su vasta colección.
No entendía por qué Ares la había elegido. Él, un hombre poderoso, con medio rostro marcado por el fuego y una mano deformada, pero aún así, un hombre que podía tener a cualquier mujer que deseara. ¿Por qué la había querido a ella, una joven artista, obligada a casarse con él para saldar las deudas de su padre?
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