Artemisa corrió entre los árboles, las ramas arañando su piel, el corazón latiéndole con fuerza en el pecho. La libertad era un sabor agridulce en su boca, mezclado con el miedo a ser atrapada. Cada crujido de hojas, cada sombra danzante, la hacían saltar. Sabía que Ares no tardaría en enviar a sus hombres tras ella.
Llegó a un claro y se detuvo, jadeando. El bosque era denso y desconocido, pero prefería mil veces la incertidumbre a la jaula dorada. Se abrazó a sí misma, intentando calmar el temblor que la sacudía. Tenía que encontrar un refugio, un lugar donde esconderse y planear su próximo movimiento.
De pronto, escuchó un ruido. Un caballo se acercaba a galope. Se escondió tras un árbol, conteniendo la respiración. El jinete pasó a toda velocidad, pero Artemisa reconoció el escudo en su capa: era uno de los hombres de Ares.
El pánico la invadió. No podía quedarse allí. Tenía que seguir moviéndose, adentrarse más en el bosque. Corrió de nuevo, tropezando con raíces y piedras, hasta