Eres mía.
Rozó con sus manos su cuerpo, que ahora lucía aquel bonito vestido de Chanel, un diseño de estilo clásico de la casa de moda. Casi iba vestida en su totalidad por la marca. Su cabello enmarcaba un rostro ligeramente maquillado, con mejillas ruborizadas y ojos bien atentos, que en ese espejo de tres ángulos la delineaban con claridad, como si intentaran convencerla de que sí, esa era su realidad.
Y no tenía nada que ver con las marcas, el lujo o las joyas que ahora lucía, de las cuales podía estar segura de que todas tenían algún diamante o piedra preciosa, sino con la idea de saberse casada, de ser la esposa de alguien. Y no de cualquier alguien, sino de un hombre que no conocía, del que no sabía más allá de lo que generalmente se decía de él. Un hombre que le llevaba diez años, que se había abierto espacio con rapidez y de manera imponente en el mundo de los negocios, cuyo nombre se asociaba con poder y estatus en el estado de Nueva York, pero también en el país. Un hombre que no pas