La furia de Ares era un volcán en erupción, devastando todo a su paso. La idea de que Artemisa, su posesión, se atreviera a desafiarlo y escapar, era una afrenta intolerable. No bastaba con enviar a sus hombres tras ella; necesitaba desatar una fuerza imparable, una red que la atrapara sin importar dónde se escondiera. Y para eso, recurriría a las sombras, a las alianzas oscuras que había forjado a lo largo de su vida.
En su despacho, iluminado tenuemente por la luz de un fuego crepitante, Ares convocó a sus consejeros más leales. Hombres de rostro curtido y mirada fría, curtidos en mil batallas y conocedores de los secretos más oscuros de la región.
—Quiero a Artemisa de vuelta —gruñó Ares, su voz resonando en la estancia—. Y no me importa a quién tengamos que pisotear para conseguirlo.
Uno de los consejeros, un hombre corpulento llamado Marco, se adelantó.
—Amo, sus hombres ya están rastreando el bosque. La encontraremos.
—No basta —replicó Ares, con impaciencia—. Artemisa es astuta