La Herida se Abre.

Noah había cambiado sin que yo pudiera darme cuenta al instante. Lo noté primero en sus ojos, que antes brillaban con curiosidad y energía, y ahora estaban cargados de desconfianza, de un peso que no correspondía a su edad.

Las pesadillas se habían vuelto frecuentes, y cada noche se repetían como ecos de algo que no podía nombrar.

A veces se levantaba en medio de la oscuridad, temblando, con las manos sobre mi hombro, buscando un refugio que yo misma empezaba a cuestionar si podía ofrecerle.

—Mami… —susurraba con voz quebrada—. Quiero que se detenga.

Era un hilo de miedo puro, concentrado, y no había palabras que pudieran disiparlo.

Intenté abrazarlo, susurrarle que estaba a salvo, que nada podía tocarlo, pero cada palabra parecía perderse entre el silencio de la casa, como si el aire mismo no quisiera sostenerlas.

Esa no era tristeza; era miedo aprendido, profundo, que se acumulaba en cada respiración, en cada gesto, en cada mirada.

Durante el día, Noah se volvió hipervigilante.

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