El motor rugía bajo el pie de Lorena, cada kilómetro una súplica, cada segundo una eternidad. Miraba una y otra vez por el retrovisor, el rostro pálido de Bianca en el asiento trasero, su cuerpo inerte, encogido. Un nudo de angustia le apretaba el pecho.
—¿Por qué? —murmuraba para sí, la pregunta flotando en el aire del coche—. ¿Por qué el destino era tan cruel con ella? Tantas pruebas, tantas batallas. ¿Hasta cuándo tendría que seguir luchando esa pobre muchacha?
Pensaba en Bianca, en los pequeños seres que crecían dentro de ella, en todo lo malo que podría pasarles. El miedo la atenazaba, un terror frío que le erizaba la piel. Realmente no quería que nada malo les pasara.
Cuando el coche chirrió al detenerse en la entrada de urgencias del hospital, Lorena no esperó ni un segundo. Salió disparada, abriendo la puerta trasera y gritando con desesperación.
—¡Ayuda, por favor! ¡Mi amiga está embarazada y le está pasando algo! ¡Necesita atención urgente!
La urgencia en su voz, el pánico